La fiesta de L’Amuravela se celebra cada 29 de junio, en honor a San Pedro, patrón de los pescadores y del propio pueblo. Ese día, todos los ojos se centran en el puerto, donde se lleva a cabo un curioso sermón en verso, recitado en el dialecto local del asturianu conocido como pixueto. Este discurso no tiene nada de religioso convencional: es una mezcla de humor, crítica social y repaso de los acontecimientos del año, todo ello con un estilo irónico y popular. Es un momento esperado con entusiasmo tanto por los vecinos como por quienes visitan Cuideiru por estas fechas.
El origen de la tradición
El origen exacto de esta tradición se pierde en el tiempo, aunque diversas investigaciones y testimonios apuntan a que podría remontarse a más de cuatro siglos atrás, alrededor del año 1569, coincidiendo con la construcción de la iglesia dedicada a San Pedro, patrón de Cuideiru.
En aquellos años, regresaban al puerto los marineros que habían acompañado a Don Álvaro Menéndez en la expedición a la Florida, a bordo del “Espíritu Santo”, un barco construido precisamente en Cuideiru. Durante la travesía, estos hombres aprendieron la ceremonia con la que se rendía homenaje al almirante, y, al volver a su tierra, decidieron adaptar aquel gesto para honrar a su santo protector con un saludo propio, naciendo así una tradición única que ha perdurado hasta nuestros días.
L’Amuravela no siempre tuvo un camino fácil. A lo largo de su historia, fue suspendida en varias ocasiones debido a la oposición de los párrocos del momento, lo que provocó la reacción del pueblo en forma de cánticos y danzas reivindicativas en defensa de la tradición. Uno de los primeros conflictos documentados tuvo lugar hacia mediados del siglo XIX. Al finalizar la procesión, los marineros querían que la imagen de San Pedro continuara su recorrido hacia La Ribera, donde se celebraba la parte central de la fiesta. Sin embargo, el cura, apoyado por algunos feligreses, insistía en que debía regresar directamente a la iglesia. Este desacuerdo generó tensiones que, con el tiempo, acabarían marcando la relación entre la celebración popular y la autoridad eclesiástica. Fue de ahí donde nacieron los versos más famosos del sermón:
Mientras Cuideiru viva,
ya duri la fuenti’l Cantu,
vei San Pedru a la Ribera,
con todus lus demás Santus.
Un relato del siglo XIX sobre L’Amuravela
Una crónica de 1864 describe con detalle cómo transcurría el día de San Pedro en Cuideiru. Según este relato, los marineros sacaban una barca del muelle y la colocaban casi fuera de él. Luego la engalanaban con todo tipo de banderas y cintas de colores vivos. A primera hora de la mañana, el pueblo entero se congregaba alrededor de la embarcación, cuyas velas aún permanecían recogidas. El ambiente festivo comenzaba a tomar forma con el sonido de una banda de música, acompañada del clásico tambor y la gaita, anunciando la llegada de la procesión a La Ribera. En efecto, pronto se veían avanzar, en fila solemne, las imágenes de San Pedro, San Francisco y la Virgen del Rosario, llevadas en andas por los veteranos y respetados patrones del pueblo.
Delante de San Pedro destacaba un personaje peculiar, que bailaba con un ritmo errático y vistoso. Su atuendo llamaba la atención: solía vestir un uniforme de inspiración militar que arrancaba carcajadas incluso al más serio. Llevaba un alto morrión, evocador de los antiguos realistas; una casaca verde botella con vueltas rojas, charreteras amarillas de estambre, pantalón blanco de hilo y una gran banda de seda multicolor cruzándole el pecho. De un tahalí de cuero colgaba un enorme sable, completando su extravagante figura. Este personaje era el auténtico protagonista de la jornada, el que daba vida y movimiento a la celebración.
Cuando la procesión alcanzaba la barca, la imagen de San Pedro era colocada en la popa —un privilegio reservado sólo a él— mientras las otras figuras se quedaban a cierta distancia, respetando ese lugar de honor. El “capitán” entonces subía a la barca. Ya dentro, desenvainaba su espada y se dirigía al apóstol con un discurso cargado de gracia y teatralidad. Al terminar, giraba con energía sobre sí mismo y lanzaba, en tono cómico, las órdenes para comenzar la maniobra simbólica. Los cohetes retumbaban en el aire, mientras los petardos estallaban a lo largo del borde de la barca. A los lados, se alzaban los xigantes (figuras gigantescas) que comenzaban a girar, lanzando carretillas a su alrededor entre humo y estruendo.
En medio de esa escena caótica y festiva, los marineros trepaban por los palos de la embarcación, hacían virar el velamen y extendían las velas, como si realmente fuesen a zarpar. Finalmente, los patrones recogían la imagen de San Pedro y la llevaban de vuelta a la iglesia, donde comenzaba un animado baile con la imagen en brazos.