En Cadavéu, un pequeño pueblo del concejo de Valdés, el verano no termina hasta que se celebra La Regalina. Cada último domingo de agosto, los vecinos y cientos de visitantes convierten el Campo de la Garita, al borde de un acantilado, en un escenario donde se entrelazan devoción, folclore y convivencia. Allí, frente a la ermita blanca de Santa María de Riégala y con el Cantábrico de telón de fondo, Asturias se muestra en estado puro.
La fiesta tiene su origen en 1931 gracias al Padre Galo, conocido también como Fernán Coronas. Este sacerdote y poeta halló la pequeña imagen de la Virgen en un trastero y decidió rescatar la devoción popular que la rodeaba. No se conformó con recuperarla: diseñó toda una romería con pregón en asturiano, bailes y cantos que hoy, casi un siglo después, siguen marcando la identidad de la celebración.
¿Cómo es La Regalina?
La jornada arranca temprano, en el barrio de La Rapa. Desde allí parte una comitiva de romeros vestidos con trajes típicos, acompañados por carrozas adornadas con flores, banderas y los característicos ramos de alfiladas, unos bollos dulces que se convierten en símbolo festivo. La procesión, colorida y alegre, asciende hasta la Garita, donde aguarda la ermita. El camino es ya un espectáculo: gaitas, panderetas y canciones anuncian que el pueblo está de fiesta. Cuando los romeros alcanzan el campo, un pregonero toma la palabra. No lo hace en castellano, sino en la variante local del asturiano, la faliecha valdesana, como quiso el Padre Galo. Entre humor, crítica y devoción, el discurso arranca sonrisas y aplausos, reafirmando ese carácter popular que hace de La Regalina algo más que un acto religioso.
El momento más esperado llega con la Danza Prima, el baile colectivo que el propio sacerdote introdujo en la fiesta. Hombres y mujeres, cogidos de la mano, forman un gran corro y entonan melodías ancestrales al tiempo que avanzan lentamente en círculo. Es una imagen poderosa: la tradición que une a generaciones, con el mar rompiendo a pocos metros. Después se celebra la misa solemne y la procesión de la Virgen, seguida con un respeto que contrasta con la bulliciosa alegría de los momentos previos. Terminados los actos litúrgicos, el campo se transforma en un inmenso merendero. Familias enteras despliegan manteles y comparten tortillas, empanadas y botellas de sidra. La comida campestre es, en realidad, un segundo ritual: el de la convivencia, donde se mezclan los vecinos de toda la vida con los visitantes que repiten año tras año. La tarde avanza entre música y bailes folclóricos. Actúan agrupaciones de toda Asturias, que recuperan piezas como el corri-corri, una danza de raíces antiquísimas. No falta la tradicional rifa de las alfiladas, que entre risas terminan en manos de los afortunados. Y cuando cae la noche, la fiesta se prolonga con la verbena popular, que convierte el acantilado en una pista de baile abierta al cielo estrellado.
Aunque el domingo es el gran día, La Regalina se extiende varios días más. El martes siguiente, conocido como el Día del Bollo Preñao, los vecinos se reúnen de nuevo en torno a otra especialidad gastronómica asturiana: pan relleno de chorizo, acompañado de sidra. Una forma sabrosa de despedir la romería hasta el año siguiente.
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