Si hay un ejemplo de supervivencia contra viento y marea, esa es la del Carnaval. Fiesta milenaria y pagana, arraigada especialmente, con sus particularidades con respecto a otras latitudes, en Asturias, la transgresión en la que se asienta su idiosincrasia la ha hecho ser especialmente perseguida por las autoridades de todo tiempo, forma y color. Aunque nuestra efeméride de esta semana hace referencia a una de las sucesivas prohibiciones que acabaron con él a lo largo del franquismo, en lo respectivo a Gijón, para hablar de la censura al Carnaval debemos viajar muchos siglos atrás.
Una fiesta incómoda para las autoridades
Concretamente, a 1523. Ese año, un recién llegado Carlos I prohíbe por Real Orden la celebración de los carnavales, así como la existencia de enmascarados o personas disfrazadas. De ello, se decía, “resultan grandes males, y se disimulan con ellas y encubren”. Aquella causa, la inseguridad que se producía del tránsito de personas inidentificables -y no siempre con buenas intenciones-, será la clave para comprender los vetos sucesivos a una fiesta que, hasta el siglo XIX, solo contará con los breves periodos de tolerancia correspondientes al reinado de Felipe IV (una veintena de años, 1621-1640) y Carlos III (1759-1788). Apenas medio siglo de relativa libertad en casi trescientos años, al que habría que añadir la etapa de José Bonaparte (1808-1813), la posición de los diputados de Cádiz y el Trienio Liberal (1820-1823). Significativamente restrictivas serían las disposiciones de Felipe V, el primero de la dinastía borbona, a partir de 1716. Por medio de ellas se prohibía el carnaval por dar “muchas ofensas a la Majestad Divina y gravísimos inconvenientes, por no ser conforme al genio y recato de la nación española”. Hasta mil ducados de multa o incluso penas de presidio y galeras se distinguían en aquellas órdenes para cualquiera que las contraviniera celebrando el carnaval.
A pesar de todo, superviviente
Con todo, la imbricación de la fiesta era tal en el pueblo que no pudieron ponerse puertas al campo. En la década de los 30 del siglo XIX se levantaría finalmente el veto a las mismas, bajo la regencia de María Cristina. Desde entonces y hasta la Guerra Civil, solo leves normativas deslucirían si acaso la fiesta, como la Real Orden de 1921 por medio de la que se prohibieron las máscaras y el tiro de serpentinas para garantizar la seguridad en un país bastante convulso, en la lid política, a la sazón. En Asturias, el espíritu de las Carnestolendas estuvo siempre presente, en cualquiera de los solsticios, aunque las fiestas más localizadas sí sufrieron los efectos de las prohibiciones legislativas y también del despoblamiento, habiéndose recuperado, en esta misma década, celebraciones perdidas como la de los Aguilandeiros de San Xuan de Villapañada, otra de las víctimas de la censura institucional. En el siglo XX esta llegó de la mano del bando sublevado que inició la Guerra Civil, siendo una de sus primeras disposiciones, en 1937, el abolir el Carnaval.
Pero tampoco eso acabó con la fiesta, celebrada en la clandestinidad de forma más o menos pública (ahí queden los famosos carnavales de Cimadevilla, con ‘Rambal’ travestido a la cabeza) y de forma aún más abierta durante la década de los 70, cuando a los bailes de disfraces de las ‘boîtes’ empieza a llamárseles, por fin, por su nombre: fiestas de Carnaval. La prohibición, hoy, calza ya botas centenarias, pero nada puede con una fiesta que lleva a sus espaldas cuanto menos dos milenios de tradición.
Arantxa Margolles
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