La pesca del congrio en Asturies siempre tuvo una gran tradición y por efectuarse mucho de noche se prestaba a resultados inesperados y también misteriosos. No pocas veces los pescadores desaparecían y nunca más se volvía a saber de ellos, tanto si pescaban desde las rocas de la costa como si lo hacían desde una pequeña embarcación. De esto, se extraía la conclusión de unos funestos resultados a las sirenas que vivían en las playas y que con sus encantos atraían a los pescadores o al diañu burlón, que siempre merodeaba tras las personas que andaban solitarias en la noche. Buena suerte, no obstante, tuvo José El Cardín, de Vega, entre Ribeseya y Caravia.

El Cardín tuvo unas palabras con el diañu burlón. Una noche como otras muchas salió a la pesca del congrio, echó el aparejo y se sentó a esperar. Tan ensimismado estaba que no sintió paso ni rumor alguno cerca de él, pero se sobresaltó cuando a sus espaldas oyó que alguien con voz seca le preguntaba: ¿pican?… ¿pican?…

Muy asustado, no volvió la cabeza. Comprendió inmediatamente que era el diañu burlón quien le dirigía la pregunta y por no darle ningún motivo de disgusto respondió: ¡pocu!… ¡pocu!… Buena la hizo. Tanta risa le dio al diañu esta respuesta que para no reventar se tiró al suelo boca abajo. Se le escapaban las carcajadas a borbotones y en cuanto alentaba unos momentos repetía irónicamente: ¿pican?… ¿pican?… ¡pocu!… ¡pocu!… Y, en seguida, nuevas carcajadas. Esto era demasiado.

El Cardín, que era hombre de vergüenza y amor propio, se cansó de tanta guasa y acabó por decir de mal hunor: ¡mecachis, hom!… ¡nun me fastidies! Lo dijo el pobre Cardín en mala hora, porque el diañu fue sobre él, le pegó un empujón y lo lanzó al mar. Y menos que el Cardín nadaba como un pez y no terminó desgraciadamente la aventura. Cuando logró izarse a tierra no encontró a nadie por allí. Por si acaso, el diañu había creido conveniente desaparecer. Así lo narraba Constantino Cabal.