Fue una de las mayores tragedias que se recuerden en la mar asturiana, pero, inexplicablemente, son muy escasos los documentos que hacen referencia a ella. La tragedia de Candás, tras la que casi un centenar de hombres no volvieron a tierra, transita en la actualidad entre la leyenda y el imaginario de las gentes de mar, vinculada también, por medio de una de sus víctimas, a otra de las realidades de la historia social asturiana por excelencia: la emigración a Ultramar. Ocurrió hace ahora 181 años.

Una galerna devastadora

Es decir: cuando no había periódicos que lo narrasen ni medios de comunicación que a todo punto llegasen a los más remotos confines de Asturias. Aún así, es difícil comprender la ausencia de documentos en torno a una tragedia que superó con mucho a la anterior: el ocho de enero de 1782, cincuenta y siete pescadores desaparecieron mientras faenaban a la pesca del besugo. Un suceso teñido de ciertos toques de milagro, ya que, al andar los días, acabaron apareciendo en tierra, con vida, quince de ellos, patrón incluido. Habían sido rescatados por la balandra Santa Cristina, embarcación “de nuestro Católico Monarca Carlos III”. En 1840 fueron al menos tres decenas más los hombres que desaparecieron entre las frías aguas del Cantábrico, y por la misma causa: una galerna a la que antecedió una fuerte tormenta de nieve. Pero que no dejó rastro documental.

Quien mejor lo ha estudiado ha sido el ya desaparecido David Pérez-Sierra, historiador local que rastreó hasta la última página de los libros parroquiales para dar con información alguna de aquel siniestro. Haberla, la hubo, a tenor de lo que encontró: una anotación del párroco candasín haciendo referencia a una galerna en la que “solo se salvaron cuatro casi milagrosamente, sin que hubiese en el espacio de tanto tiempo, la más pequeña noticia del paradero de los 80 o 90 hombres que han perecido en las cinco lanchas restantes, como debe suponerse por lo menos con certeza moral”. Fueron, por tanto, nueve lanchones, con capacidad para portar 150 hombres, los que sufrieron las inclemencias del tiempo; cuatro regresaron, pero cinco nunca llegaron a volver. Y la mar solo arrojó a tierra tres cuerpos: los de Amaro Alonso, José Prendes Pumeda y Hermógenes Velasco. 

Entre 75 y 90 hombres no volvieron a casa aquella noche.

Entre la tragedia, la fortuna

Aunque solo conocemos el nombre de las tres que pudieron enterrar los cuerpos de sus maridos, fueron muchas las viudas que quedaron de aquel naufragio. Se cuenta, por tradición oral, que gran número de ellas fueron admitidas por pura solidaridad para trabajar en la recién estrenada Real Fábrica de Tabacos de Gijón (antiguo convento, desamortizado en los tiempos de Mendizábal, se había transformado en Tabacalera tres años atrás, en 1837), siendo tantas, y con tantos niños, que durante un tiempo Cimadevilla se calificó popularmente como “un barrio de Candás”. Allí, en Carreño, se quedaría la viuda de Hermógenes Velasco, otra de las víctimas, con un bebé de meses en los brazos.

El mismo que trajo la fortuna a tanta tragedia. Genaro Velasco llegaría a ser un prohombre bien conocido en la villa candasina, pero con no poco esfuerzo mediante. Años después de la tragedia que le dejó huérfano, siendo aún adolescente, embarcó hacia La Habana en un barco en el que se le inscribió como “sirviente”. Llegó a ser mucho más. Velasco hizo fortuna en Cuba, llegando a fundar su propia marca de cigarros habanos (comenzó como trabajador en “La Madama”, otra tabacalera, un negocio llamado a ser paralelo a aquella trágica noche en el Cantábrico) y sin olvidar nunca sus vínculos con Asturias. Aquí, en Candás, el “huérfano pródigo” fundó una fábrica de escabeches en su barrio natal, Santaolaya, y en 1895 consiguió el permiso municipal para convertir su humilde casa familiar en el 13 de la Calle La Cuesta en un palacio que nunca llegó a habitar y que hoy, más de cien años después de la muerte sin descendencia del indiano, ocupa, desde 1994, la Casa Consistorial.

Murió antes de poder hacerlo, en Cuba, en 1909. Su entierro, con el cadáver transportado en barco de La Habana a Santander; en tren de Santander a Gijón y de allí a Candás en carroza, fue uno de los más concurridos que se recuerden. Quizás para poder compensar el silencio atronador que había dejado incrustada en la memoria del pueblo la tragedia que le marcó a él y a tantos huérfanos.