En un recóndito paraja de Carondio, se elevó en tiempos pretéritos un monutmento megalítico de fuerte poder espiritual. Gracias a su alzado el paisaje había quedado modelado con un ineludible perfil mágico y su permanencia a través de los tiempos serviría para verificar el lugar donde habían comenzado a fraguarse los primeros esbozos y veladuras de los viejos astures.

El espacio del dolmen correspondiente a la tumba se halla tachado por una gran laja de piedra sobre cuyo transporte narra la leyenda local fue fruto de un ser sobrenatural. Se dice que una mujer colosal, una moura a la que los árboles más altos sólo le alcanzaban a las rodillas, transportó sobre su cabeza la cobertera superior del dolmen hasta depositarla en esta sierra. Mientras, con el ovillo en la mano, no dejaba de hilar tranquilamente.

Ligado a su simbolismo funerario, la cámara sepulcral del dolmen lleva adosada a su acceso un pequeño porche. Su intención era la de establecer un umbral de tránsito entre la luz de la vida en el exterior y la oscuridad de la muerte del interior. Acompañando al finado en su misterioso viaje al Más Allá, era habitual en este tipo de templos la deposición de diversos objetos rituales como intencionadas ofrendas mortuorias. Del conjunto de productos encontrados en ellos destacan por su polivalencia las hachas pulimentas ya que eran un viático que agrupaba las funciones de arma, instrumento y símbolo mágico.

En la llastra de Filadoira no se tiene constancia de tipo de ofrenda alguno, tan solo llegó hasta nuestros días la estructura vacía de su armazón de piedra. Pero a pesar de su desnudez, su presencia hoy día susurra decidida hacia los intersticios de nuestra alma la armonía de aquellos hombres y mujeres que un día pisaron esta misma tierra. Una armonía que nos transmite sus sufrimientos y alegrías haciéndonos sentir más reconfortados y menos huérfanos.